miércoles, 14 de noviembre de 2012

Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca,
voy dibujándola como si saliera de mi mano,
como si por primera vez tu boca se entreabriera,
y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar,
hago nacer cada vez la boca que deseo,
la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara,
una boca elegida entre todas,
con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara,
y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por
debajo de la que mi mano te dibuja.

Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope,
nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan,
se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran,
respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes,
jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene
con un perfume viejo y un silencio.

Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo,
acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos
como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces,
de movimientos vivos, de fragancia oscura.

Y si nos mordemos el dolor es dulce,
y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento,
esa instantánea muerte es bella.

Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura,
y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua. 

 Rayuela, Capítulo 7, Julio Cortázar.


 
Julio y Teodoro.
 

domingo, 30 de septiembre de 2012

Tigres Azules (Jorge Luis Borges)

  Una famosa página de Blake hace del tigre un fuego que resplandece y un arquetipo eterno del mal; prefiero aquella sentencia de Chesterton, que lo define como símbolo de terrible elegancia. No hay palabras, por lo demás, que puedan ser cifra del tigres, forma que desde hace siglos habita la imaginación de los hombres. Siempre me atrajo el tigre. Sé que me demoraba, de niño, ante cierta jaula del zoológico; nada me importaban las otras. Juzgaba a las enciclopedias y a los libros de historia natural por los grabados de los tigres. Cuando me fueron revelados los Jungle Books, me desagradó que Shere Khan, el tigre, fuera el enemigo del héroe. A lo largo del tiempo, ese curioso amor no me abandonó. Sobrevivió a mi paradójica voluntad de ser cazador y a las comunes vicisitudes humanas. Hasta hace poco -la fecha me parece lejana, pero en realidad no lo es- convivió de un modo tranquilo con mis habituales tareas en la Universidad de Lahore. Soy profesor de lógica occidental y consagro mis domingos a un seminario sobre la obra de Spinoza. Debo agregar que soy escocés; acaso el amor de los tigres fue el que me atrajo de Aberdeen al Punjab. El curso de mi vida ha sido común, en mis sueños siempre vi tigres (ahora los pueblan de otras formas).

Más de una vez he referido estas cosas y ahora me parecen ajenas. Las dejo, sin embargo, ya que las exige mi confesión.

A fines de 1904, leí que en la región del delta del Ganges habían descubierto una variedad azul de la especie. la noticia fue confirmada por telegramas ulteriores, con las contradicciones y disparidades que son del caso. Mi viejo amor se reanimó. Sospeché un error, dada la impresión habitual de los nombres de los colores. Recordé haber leído que en islandés el nombre de Etiopía era "Bláland", Tierra Azul o Tierra de Negros. El tigre azul bien podía ser una pantera negra. Nada se dijo de las rayas y la estampa de un tigre azul con rayas de plata que divulgó la prensa de Londres; era evidentemente apócrifo. El azul de la ilustración me pareció más propio de la heráldica que de la realidad. En un sueño vi tigres de un azul que no había visto nunca y para el cual no hallo la palabra justa. Sé que era casi negro, pero esa circunstancia no basta para imaginar el matiz. Meses después un colega me dijo que en cierta aldea muy distante del Ganges había oído hablar de tigres azules. El dato no dejó de sorprenderme, porque se que en esta región son raros los tigres. Nuevamente soñé con el tigre azul, que al andar proyectaba su larga sombra sobre el suelo arenoso. Aproveché las vacaciones para emprender el viaje a esa aldea, de cuyo nombre -por razones que luego aclararé- no quiero acordarme.

Arribé ya terminada la estación de las lluvias. La aldea estaba agazapada al pie de un cerro, que me pareció más ancho que alto, y la cercaba y amenazaba una jungla, que era de un color pardo. En alguna página de Kipling tiene que estar el villorio de mi aventura ya que en ellas está toda la India, y de algún modo todo el orbe. Básteme referir que una zanja con oscilantes puentes de cañas apenas defendía las chozas. Hacia el sur había ciénagas y arrozales y una hondonada con un río limoso cuyo nombre no supe nunca, y después, de nuevo, la jungla.

La población era de hindúes. El hecho, que yo había previsto, no me agradó. Siempre me he llevado mejor con los musulmanes, aunque el Islam, lo sé, es la más pobre de las creencias que proceden del judaísmo.

Sentimos que en la India el hombre pulula; en la aldea sentí que lo que pulula es la selva, que casi penetraba en las chozas. El día era opresivo y la noche no tenía frescura.

Los ancianos me dieron la bienvenida, y mantuve con ellos un primer diálogo, hecho de vanas cortesías. Ya dije la pobreza del lugar, pero sé que todo hombre da por sentado que su patria encierra algo único. Ponderé las dudosas habitaciones y los no menos dudosos manjares y dije que la fama de ese lugar había llegado hasta Lahore. Los rostros de los hombres cambiaron; intuí inmediatamente que había cometido una torpeza y que debía arrepentirme. Los sentí poseedores de un secreto que no compartirían con un extraño. Acaso veneraban al Tigre Azul y le profesaban un culto que mis temerarias palabras habrían profanado.

Esperé a la mañana del otro día. Consumido el arroz y bebido el te, abordé mi tema. Pese a la víspera, no entendí, no pude entender, lo que sucedió. Todos me miraron con estupor y casi con espanto, pero cuando les dije que mi propósito era apresar a la fiera de la curiosa piel, me oyeron con alivio. Alguno me dijo que lo había divisado en el lindero de la jungla.

En mitad de la noche me despertaron. Un muchacho me dijo que una cabra se había escapado del redil y que, yendo a buscarla, había divisado al tigre azul en la otra margen del río. Pensé que la luz de la luna nueva no permitiría divisar el color, pero todos confirmaron el relato y alguno, que antes había guardado silencio, dijo que lo había visto. Salimos con los rifles y vi, o creí ver, una sombra felina que se perdía en la tiniebla de la jungla. No dieron con la cabra, pero la fiera que la había llevado, bien podía no ser mi tigre azul. Me indicaron con énfasis unos rastros que, desde luego, nada probaban.

Al cabo de las noches comprendí que esas falsas alarmas constituían una rutina. Como Daniel Defoe, los hombres del lugar eran diestros en la invención de rastros circunstanciales. El tigre podía ser avistado a cualquier hora, hacia los arrozales del Sur o hacia la maraña del Norte, pero no tardé en advertir que los observadores se turnaban con regularidad sospechosa. Mi llegada coincidía invariablemente con el momento exacto en que el tigre acababa de huir. Siempre me indicaban la huella y algún destrozo, pero el puño de un hombre puede falsificar los rastros de un tigre. Una que otra vez fui testigo de un perro muerto. Una noche de luna, pusimos una cabra de señuelo y esperamos en vano hasta la aurora. Pensé al principio que esas fábulas cotidianas obedecían al propósito de que yo demorara mi estadía, que beneficiaba a la aldea, ya que la gente me vendía alimentos y cumplía mis quehaceres domésticos. Para verificar esa conjetura, les dije que pensaba buscar el tigre en otra región, que estaba aguas abajo. Me sorprendió que todos aprobaran mi decisión. Seguí advirtiendo, sin embargo, que había un secreto y que todos recelaban de mí.

Ya dije que el cerro boscoso a cuyo pie se amontonaba la aldea no era muy alto; una meseta lo truncaba. Del otro lado, hacia el Oeste y el Norte, seguía la jungla. Ya que la pendiente no era áspera, les propuse una tarde escalar el cerro. Mis sencillas palabras los consternaron. Uno exclamó que la ladera era muy escarpada. El más anciano dijo con gravedad que mi propósito era de ejecución imposible. La cumbre era sagrada y estaba vedada a los hombres por obstáculos mágicos. Quienes la hollaban con pies mortales corrían el albur de ver la divinidad y de quedarse locos o ciegos.

No insistí, pero esa noche, cuando todos dormían, me escurrí de la choza sin hacer ruido y subí la fácil pendiente. No había camino y la maleza me demoró.

La luna estaba en el horizonte. Me fijé con singular atención en todas las cosas, como si presintiera que aquel día iba a ser importante, quizá el más importante de mis días. Recuerdo aún los tonos obscuros, a veces casi negros, de la hojarasca. Clareaba y en el ámbito de las selvas no cantó un solo pájaro.

Veinte o treinta minutos de subir y pise la meseta. Nada me costó imaginar que era más fresca que la aldea, sofocada a su pie. Comprobé que no era la cumbre, que era una suerte de terraza, no demasiado dilatada, y que la jungla se encaramaba hacia arriba, en el flanco de la montaña. Me sentí libre, como si mi permanencia en la aldea hubiera sido una prisión. No me importaba que sus habitantes hubieran querido engañarme; sentí que de algún modo eran niños.

En cuanto al tigre... Las muchas frustraciones habían gastado mi curiosidad y mi fe, pero de manera casi mecánica busqué rastros.

El suelo era agrietado y arenoso. En una de las grietas, que por cierto no eran profundas y que se ramificaban en otras, reconocí un color. Era, increíblemente, el azul del tigre de mi sueño. Ojalá no lo hubiera visto nunca. Me fijé bien. La grieta estaba llena de piedrecitas, todas iguales, circulares, muy lisas y de pocos centímetros de diámetro. Su regularidad le prestaba algo artificial, como si fueran fichas.

Me incliné, puse la mano en la grieta y saqué unas cuantas. Sentí un levísimo temblor. Guardé el puñado en el bolsillo derecho, en el que había una tijerita y una carta de Allabahad. Estos dos objetos casuales tienen su lugar en mi historia.

Ya en la choza, me quité la chaqueta. Me tendí en la cama y volví a soñar con el tigre. En el sueño observé el color; era el del tigre ya soñado y el de las piedritas de la meseta. Me despertó el sol en la cara. Me levanté. La tijera y la carta me estorbaban para sacar los discos. Saqué un primer puñado y sentí que aún quedaban dos o tres. Una suerte de cosquilleo, una muy leve agitación, dio calor a mi mano. Al abrirla vi que los discos eran treinta o cuarenta. Yo hubiera jurado que no pasaban de diez. Las dejé sobre la mesa y busqué los otros. No precisé contarlos para verificar que se habían multiplicado. Los junté en un solo montón y traté de contarlos uno por uno.

La sencilla operación resultó imposible. Miraba con fijeza cualquiera de ellos, lo sacaba con el pulgar y el índice y cuando estaba solo, eran muchos. Comprobé que no tenía fiebre e hice la prueba muchas veces. El obsceno milagro se repetía. Sentí frío en los pies y en el bajo vientre y me temblaban las rodillas. No se cuanto tiempo pasó.

Sin mirarlos, junté los discos en un solo montón y los tiré por la ventana. Con extraño alivio sentí que había disminuido su número. Cerré la puerta con firmeza y me tendí en la cama. Busqué la exacta posición anterior y quise persuadirme de que todo había sido un sueño. Para no pensar en los discos, para poblar de algún modo el tiempo, repetí con lenta precisión, en voz alta, las ocho definiciones y los siete axiomas de la Ética. No sé si me auxiliaron. Temí instintivamente que me hubieran oído hablar solo, y abrí la puerta.

Era el más anciano, Bhagwan Dass. Por un instante su presencia pareció restituirme a lo cotidiano. Salimos. Yo tenía la esperanza de que hubieran desaparecido los discos, pero ahí estaban, en la tierra. Ya no se cuantos eran.

El anciano los miró y me miró.

- Estas piedras no son de aquí . Son las de arriba -dijo con una voz que no era la suya

- Así es -le respondí. Agregué no sin desafío. que las había hallado en la meseta, en inmediatamente me avergoncé de darle explicaciones. Bhagwan Dass, sin hacerme caso, se quedó mirándolas fascinado. Le ordené que las recogiera. No se movió.

Me duele confesar que saqué el revólver y le repetí la orden en voz más alta.

Bhagwan Dass balbuceó:

- Más vale una bala en el pecho que una piedra azul en la mano.

- Eres un cobarde -le dije.

Yo estaba, creo, no menos aterrado, pero cerré los ojos y recogí un puñado de piedras con la mano izquierda. Guardé el revólver y las dejé caer en la palma abierta de la otra. Su número era mucho mayor.

Sin saberlo, ya había ido acostumbrándome a esas transformaciones. Me sorprendieron menos que los gritos de Bhagwan Dass.

-¡Son las piedras que engendran! -exclamó-. Ahora son muchas, pero pueden cambiar. Tienen la forma de la luna cuando está llena y ese color azul que sólo es permitido ver en los sueños. Los padres de mis padres no mentían cuando hablaban de su poder.

La aldea entera nos rodeaba.

Me sentí el mágico poseedor de esas maravillas. Ante el asombro unánime, recogía los discos, los elevaba, los dejaba caer, los desparramaba, los veía crecer o multiplicarse o disminuir extrañamente.

La gente se agolpaba, presa de estupor y de horror. Los hombres obligaban a sus mujeres a mirar el prodigio. Alguna se tapaba la cara con el antebrazo, alguna apretaba los párpados. Ninguno se animó a tocar los discos, salvo un niño feliz que jugó con ellos. En un momento sentí que ese desorden estaba profanando el milagro. Junté todos los discos que pude y volví a la choza.

Quizá he tratado de olvidar el resto de aquel día, que fue el primero de una serie desventurada que no ha cesado aún. Lo cierto es que no lo recuerdo. Hacia el atardecer pensé con nostalgia en la víspera, que no había sido particularmente feliz, ya que estuvo poblada, como otras, por la obsesión del tigre. Quise ampararme en esa imagen, antes armada de poder y ahora baladí. El tigre azul me pareció no menos inocuo que el cisne negro del romano, que se descubrió después en Australia.

Releo mis notas anteriores y compruebo que he cometido un error capital. Desviado por el hábito de esa buena o mala literatura que malamente se llama psicológica, he querido recuperar, no sé porqué, la sucesiva crónica de mi hallazgo. Más me hubiera valido insistir en la monstruosa índole de los discos.

Si me dijeran que hay unicornios en la luna, yo aprobaría o rechazaría ese informe o suspendería mi juicio, pero podría imaginarlos. En cambio, si me dijeran que en la luna seis o siete unicornios pueden ser tres, yo afirmaría de antemano que el hecho era imposible. Quien ha entendido que tres y uno son cuatro, no hace la prueba con monedas, con dados, con piezas de ajedrez o con lápices. Lo entiende y basta. No puede concebir otra cifra. Hay matemáticos que afirman que tres y uno es una tautología de cuatro, una manera diferente de decir cuatro... A mí, Alexandre Craigie, me había tocado en suerte descubrir, entre todos los hombres de la tierra, los únicos objetos que contradicen esa ley esencial de la mente humana.

Al principio yo había sufrido el temor de estar loco; con el tiempo creo que hubiera preferido estar loco, ya que mi alucinación personal importaría menos que la prueba de que en el universo cabe el desorden. Si tres y uno pueden ser dos o pueden ser catorce, entonces la razón es una locura.

En aquel tiempo contraje el hábito de soñar con las piedras. La circunstancia de que el sueño no volviera todas las noches me concedía un resquicio de esperanza, que no tardaba en convertirse en terror. El sueño era más o menos el mismo. El principio anunciaba el temido fin. Una baranda y unos escalones de hierro que bajaban en espiral y un sótano o un sistema de sótanos que se ahondaban en otras escaleras cortadas casi a pico, en herrerías, en cerrajerías, en calabozos y en pantanos. En el fondo, en su esperada grieta, las piedras que eran también Behemoth o Leviathan los animales que significaban en la escritura que el Señor es irracional. Yo me despertaba temblando y ahí estaban las piedras en el cajón, listas a transformarse.

La gente era distinta conmigo. Algo de la divinidad de los discos, que ellos apodaban tigres azules, me había tocado, pero asimismo me sabían culpable de haber profanado la cumbre. En cualquier instante de la noche, en cualquier instante de la noche, en cualquier instante del día, podían castigarme los dioses. No se atrevieron a atacarme o a condenar mi acto, pero noté que ahora eran todos peligrosamente serviles. No volví a ver al niño que había jugado con los discos. Temí el veneno o un puñal en la espalda. Una mañana, antes del alba, me evadí de la aldea. Sentí que la población entera me espiaba y que mi fuga fue un alivio. Nadie, desde aquella primera mañana, había querido ver las piedras.

Volví a Lahore. En mi bolsillo estaba el puñado de discos. El ámbito familiar de mis discos no me trajo el alivio que yo buscaba. Sentí que en el planeta persistían la aborrecida aldea y la jungla y el declive espinoso con la meseta y en la meseta las pequeñas grietas y en las gritas las piedras. Mis sueños confundían y multiplicaban esas cosas dispares. La aldea era las piedras, la jungla era la ciénaga y la ciénaga la jungla.

Rehuí la presencia de mis amigos. Temí ceder a la tentación de mostrarles ese milagro atroz que socavaba la ciencia de los hombres.

Ensayé diversos experimentos. Hice una incisión en forma de cruz en uno de los discos. Lo barajé entre los demás y lo perdí al cabo de una o dos conversiones, aunque la cifra de los discos había aumentado. Hice una prueba análoga con un disco al que había cercenado con una lima, una arco de círculo. Éste asimismo se perdió. Con un punzón abrí un orificio en el centro de un disco y repetí la prueba. Lo perdí para siempre. Al otro día regresó de su estadía en la nada el disco de la cruz. ¿Qué misterioso espacio era ése, que absorbía las piedras y devolvía con el tiempo una que otra, obedeciendo a leyes inescrutables o a un arbitrio inhumano?

El mismo anhelo de orden que en el principio creó las matemáticas hizo que yo buscara un orden en esa aberración de las matemáticas que son las insensatas piedras que engendran. En sus imprevisibles variaciones quise hallar una ley. Consagré los días y las noches a fijar una estadística de los cambios. Mi procedimiento era éste. Contaba con los ojos las piezas y anotaba la cifra. Luego las dividía en dos puñados que arrojaba sobre la mesa. Contaba las dos cifras, las anotaba y repetía la operación. Inútil fue la búsqueda de un orden, de un dibujo secreto en las rotaciones. El máximo de piezas que conté fue 419; el mínimo, tres. Hubo un momento que esperé, o temí, que desaparecieran. A poco de ensayar comprobé que un disco aislado de los otros no podía multiplicarse o desaparecer.

Naturalmente, las cuatro operaciones de sumar, restar, multiplicar o dividir, eran imposibles. Las piedras se negaban a la aritmética y al cálculo de probabilidades. Cuarenta discos, podían, divididos, dar nueve; los nueve, divididos a su vez, podían ser trescientos. No sé cuánto pesaban. No recurrí a una balanza, pero estoy seguro que su peso era constante y leve. El color era siempre aquel azul.

Estas operaciones me ayudaron a salvarme de la locura. Al manejar las piedras que destruyen la ciencia matemática, pensé más de una vez en aquellas piedras del griego que fueron los primeros guarismos y que han legado a tantos idiomas la palabra "cálculo". Las matemáticas, dije, tienen su comienzo y ahora su fin en las piedras. Si Pitágoras hubiera operado con éstas...

Al término de un mes comprendí que el caos era inextricable. Ahí estaban indómitos los discos y la perpetua tentación de tocarlos, de volver a sentir el cosquilleo, de arrojarlos, de verlos aumentar y decrecer, y de fijarme en pares o impares. Llegué a temer que contaminaran las cosas y particularmente los dedos que insistían en manejarlos.

Durante unos días me impuse el íntimo deber de pensar en las piedras, porque sabía que el olvido sólo podía ser momentáneo y que redescubrir mi tormento sería intolerable.

No dormí la noche del 10 de febrero. Al cabo de una caminata que me llevó hasta el alba, traspuse los portales de la mezquita Wazil Khan. Era la hora en que la luz no ha revelado los colores. No había un alma en el patio. Sin saber porqué, hundí las manos en el agua de la cisterna. Ya en el recinto, pensé que Dios y Alá son dos nombres de un ser inconcebible, y le pedí en voz alta que me librara de mi carga. Inmóvil, aguardé una contestación.

No oí los pasos, pero una voz cercana me dijo:

- He venido.

A mi lado estaba el mendigo. Descifré en el crepúsculo el turbante, los ojos apagados, la piel cetrina y la barba gris. No era muy alto

Me tendió la mano y me dijo, siempre en voz baja:

- Una limosna, Protector de los Pobres.

Busqué, y le respondí:

-No tengo una sola moneda.

-Tienes muchas -fue la contestación.

En mi bolsillo derecho estaban las piedras. Saqué una y la dejé caer en la mano hueca. No se oyó el menor ruido.

- Tienes que darme todas - me dijo-. El que no ha dado todo no ha dado nada.

Comprendí y le dije:

- Quiero que sepas que mi limosna puede ser espantosa.

Me contestó:

- Acaso esa limosna es la única que puedo recibir. He pecado.

Dejé caer todas las piedras en la cóncava mano. Cayeron como en el fondo del mar, sin el ruido más leve.

Después me dijo:

- No sé aún cuál es tu limosna, pero la mía es espantosa. Te quedas con los días y las noches, con la cordura, con los hábitos, con el mundo.

No oí los pasos del mendigo ciego ni lo vi perderse en el alba. (*)


Tigres azules, en La memoria de Shakespeare, Jorge Luis Borges.
Incluído en Obras Completas, v.III, Ed. Emecé, Buenos Aires, pp. 381-388.

sábado, 11 de agosto de 2012

~Eso.~


Eso, eso...
Eso, eso...
Me gusta eso... 
Que subas, que bajes: eso ...
Mirá el horizonte;... te ves?
Eso que tiemblas y eso también sos vos...
Eso que nace, germina y late...
Eso que quiebra... 
Mirá acá: en mi cadera...
Y soy ese calor, sí...
que también sentís vos, sí...
Y dejalo que sea, dale, dale...
Y dejalo que crezca, sí, empapate...
Eso yo puedo ser...
Puedo ser esa hornalla potente, fogoza,
que calienta esa sopa suculenta, jugosa...
Y ahora soy esa sopa, sí...
que alimenta una tribu,
que construye y erige,
que discute y elige,
que se enfrenta y pelea...
Y que entrena soldados que se van a una guerra...
Soldados bronceados, musculosos, torneados...
Bajo un sol que les quema... 
Que-te-quema. Que-me-quema...
A todo un batallón, en fila, ordenados, 
con sus uniformes pulcros, sus cascos lustrados,
sus cantimploras llenas, sus rifles cargados...
Y cabalgo y avanzo,...
Y te hago el cuerpo a tierra, ... Sí, también...
Y es la tierra que gira, opa! ... que gira y me marea...
Soy marea que sube; que sube y me envuelve y me revuelve...
Me pierdo me derrito, me cuelo...
Soy sustancia sin forma, soy la nada desordenada...eso ...
Evaporada, eso...
Y de pronto reanimo, y soy sietemecino, sí...
Soy bebé, pichoncito, frágil, tiernito...
Me alimento, tomo la teta de a traguitos, sé...
Cada tanto un buen traguito; y succiono, succiono todas las vitaminas,
crezco lento, despacito, repto, gateo, camino, doy pasitos... 
Y crezco con un 'don',... bueno...
un don 'entre estas piernas'... no; ese no...
que se mueven veloces, que saben gambetear...
Y entonces soy Messi, vivo en Barcelona en el Mediterráneo,
donde nado, me baño, hidrato mi piel, dorada de sol...
Y es tanto el calor, que me baja la presión,
Y voy 'inballo', y voy encima, 'inballo', 'inballo'...
Y tomo jugo, me hidrato y es tan grato...
que me lleno, me rebalso...
Soy un río, un remanso, un pez, una red, un puerto, un furgón, un camino...
Y este es el camino, lo ves?
Caminalo conmigo, dale...
Sucumbí a este ritmo, dale...
Eso, eso... 


(~Eso~ Escrita y cantada por Debora Zanolli)

[Allí estuve, alguna vez, 2012.]

miércoles, 20 de junio de 2012

~Semilla~

‘Dios no juega a los dados’. 
[Sentencia Einsteiniana]


Nada resulta azaroso. 
(O pocas cuestiones; muy pocas. La cuántica lo sabe. Y yo también.)
Y así, cada paso de mi existencia lo va demostrando –bajo mi mirada atenta, compasiva, amorosa y cómplice-.
¿Acaso lo des-cubro al instante; en el momento mismo en el cual algo sucede? 
En absoluto; sólo a veces. Son sólo y sólo destellos.
Des-cubrimientos: develar aquello que cubre lo esencial.
Percibo -sólo a veces- hilos invisibles. 
Los veo unirse intuitivamente. 
Y observo: espero el acontecer. 
(Jamás fuerzo el devenir, ni los amoldo a mi antojo. Así no sirve ni aporta a nuestro recorrido. ¡Claro que no! No es astucia ni soberbia, es respeto al amor que sostiene, sana y salva.)
Pocas veces, la certeza me abarca.
Me sumerjo en el acontecer y permito que el devenir resuelva el resto.
Darle paso a lo que es sin resistencia.

Cuando lo cognitivo queda corto, la intuición afilada aparece.

Suelo -cada vez más- estar alerta. 
Atenta. 
Trabajar en eso. En ese rasgo que en mi estado evolutivo actual me pide que desarrolle. 
[A gritos.] 
El cotillón de la apariencia ya no alcanza hace tiempo.
No intento des-cubrir para qué lado nos está llevando el mapa; ¿Quién sabe? 
Poco y nada importa.
Más bien, abrazar el recorrido a conciencia. 
Estar atentos a aquello que pide a gritos ser visto, escuchado, olido, sentido, percibido, aprehendido, vivido, disfrutado, aprendido.

Poner el cuerpo. 
La piel. 
Sentir es saber.
Elecciones existenciales.

¿Cuáles sino, las más queribles, y amables para nuestro camino? 
Esas que constituyen nuestra cotidianidad, y la llenan de magia, misterio, novedad, creatividad, asombro, transformación, apertura, alegría, transformación, aprendizaje, crecimiento y evolución.
Desde hace tiempo, incluso en los primeros instantes o experiencias de destellos de consciencia, uno cree que sólo es cuestión de percibir, pero ojalá todo fuera tan fácil. 
Pero no.
Creo, siento e intuyo, que nuestro trabajo más dedicado, arduo, delicado y amoroso debe incurrir en que el aprendizaje (sea cual sea, y  acorde al ritmo y al ejercicio de cada cual) se lleve a la práctica con entrega plena e intensidad consciente. 
Con la meditación y el enfoque necesario para que luego, y con el paso del tiempo, aquello que se vio como primer aprendizaje, se convierta en un  hábito natural.
Como quien aprende a andar en bicicleta. En un primer momento, hay que saber agarrar el manubrio, hacer el esfuerzo necesario con los músculos de las piernas, dirigir las manos y moverlas de acuerdo a la dirección que deseamos.

Conducirse es elegir.
Que la pasión por el recorrido elegido embellezca nuestro camino.

Y paso a paso, a tientas, tropiezos y grietas, que lo que sentimos acorde a nuestros sueños,  hable de nuestra autenticidad sin necesidad de metas.
En principio, todo parece dificultoso; contra-natura. Como un esfuerzo inútil en relación a algo que (si bien lo sentimos e intuimos familiar, alineado y sincrónico) creemos que inocentemente debería nacer y salirnos de manera espontánea.



Desconozco camino sin esfuerzo.
Amo el fluir del río, sin desprestigiar sus sedimentos.
No valido el sacrificio, claro que no. (Término epistolar que me subleva.)
Valido la constancia de lo auténtico.
Valido aquello que nos nombra antes: mucho antes de aquello que no podemos pronunciar.

Ahora, a regar la semilla; aquel sueño que nos nombra sin nombrarnos: para que se desarrolle, cambie, se transforme, evolucione y crezca en libertad. 
Natural y primal. 

Como quien muere y renace, luego de haber sido arrasado por el agua. 
Y aún así, sigue vivo.
Vida.
Esencial; natural.

Ya descubrí mi semilla.
Ya es hora de verla crecer.
El tiempo es hoy.

martes, 15 de mayo de 2012

Lo que me gusta de tu cuerpo es el sexo.
Lo que me gusta de tu sexo es la boca.
Lo que me gusta de tu boca es la lengua.
Lo que me gusta de tu lengua es la palabra.

Julio Cortázar.
Julio Cortázar y Carol Dunlop

viernes, 11 de mayo de 2012

La pequeña muerte

No nos da risa el amor cuando llega a lo más hondo de su viaje,
  A lo más alto de su vuelo.
En lo más hondo, en lo más alto, nos arranca gemidos y quejidos, 
Voces de dolor, aunque sea jubiloso dolor, 
Lo que pensándolo bien nada tiene de raro, 
Porque nacer es una alegría que duele. 
Pequeña muerte, llaman en Francia a la culminación del abrazo, 
Que rompiéndonos nos junta,
Y perdiéndonos nos encuentra, 
Y acabándonos nos empieza. 
Pequeña muerte, la llaman;
pero grande, muy grande ha de ser, 
Si matándonos nos nace.

El Libro de los Abrazos, Eduardo Galeano.

viernes, 4 de mayo de 2012

Huellas del alma (signos)

"El que no está dispuesto a perderlo todo, no está preparado para ganar nada". Cabral.

"Un día me encontré,
(...) un ángel (...),
le dije: 'Te esperé la vida entera',
[y no me creyó casi nada],
(...) y es todo por ahora,
ya no tengo tanto por decir". NTVG.


‎'Voy a quedarme todo el tiempo que haga falta.
Esperé la causalidad de mi vida,

la más grande, y llegó.
Y eso que las he tenido de muchas clases.
Sí: podría contar mi vida uniendo causalidades…'
Los amantes del círculo Polar, J.Medem.
 Fue el vértigo de lo insospechado, lo sutilmente alineado, lo casi increíble de poder ser  experienciado. Tan bello, sincronizado, sentido, emocionado. Piel y alma; signos multidimensionales que se hicieron acto y carne: presentes y atemporales. 
Mezcla de éxtasis y miedo se con-jugaron vertiginosamente (y el contexto cuasi-inusual se encargó de armar el cocktail): el miedo hizo su aparición frugal junto a la duda, ésta empujó al éxtasis, lo aterró y en un segundo se dijo lo que no se sentía. 
Trampa: el miedo le hizo trampa, pisó el palito (pequeño e insignificante) y  todo quedó desamparado frente al error. Culposo error que hirió: tan alejado de lo certeramente intuido, de lo real y trascendental; de lo que acontece; aquello que permitimos que prevalezca.
Se paralizó la fluidez de lo evidente. Error humano frente a lo abismal.
Lo normal, lo extra-sensorial se presenta en la mirada, el otro es espejo, reflejo, imposible de tapar. La resonancia es tal que sólo la negación consciente puede ocultar lo que se des-cubre.
La desesperación de lo aparentemente desconocido hizo estragos inmediatos y racionales. Cada paso sutil se utilizó -(ir)racionalmente y sólo por un instante- como motivo válido para des-alinearse (como si eso fuera posible). Gran confusión que alejó. (Pero lo alineado prevalece; no se puede ocultar el sol con la mano).
Y cual ‘efecto dominó’, ‘manotazo de ahogado’; frente al chispazo de consciencia en pleno despertar, la desesperación se aceleró, y una seguidilla de inoportunas palabras se  desenvolvieron caóticas.
Demasiado de golpe, muy brusco para el otro ser que no atravesaba a la par ese instante fugaz;  torbellino de certezas.
Los momentos de cada cual: de eso se trata. Saber que se está frente a un ser que también transita el interés por el despertar de la conciencia pero que no necesariamente maneja los mismos tiempos internos. Aún así, los sentimientos inexplicables se consideraron cachetadas: válido; claro que sí: se asume la responsabilidad de haber confundido-herido al otro frente a nuestra catarata de inoportunas acciones.
[Planteos? Reproches? No, imposible]. No hay espacio para reprochar lo que se esperó, aquello que se espera y se brinda desde el alma [hoy más sutil que nunca], lo que esta dado como sublime de antemano; incluso antes de haberlo percibido. Sí que se pide disculpas por no haber respetado el proceso de cada cual: nobleza obliga. La nobleza reconoce haber tapado tanta belleza con confusión, la confusión de estar frente a lo sublime in-imaginado; se comprende, se espera en silencio, respeto y sin cuestionamiento alguno. Entrega, fortaleza y sensibilidad llena de imágenes.
El otro no pudo asimilar rapidamente alguna de las redes invisibles que se fueron conectando/presentificando, apareciendo: informaciones azarosas que recibimos tres meses atrás (y que en su momento no comprendimos) y cobran ahora sentido empírico, datos que revelan y encaminarían hacia lo maravilloso del insospechado acontecer (y que en aquel entonces no logramos vislumbrar el valor concreto y la dimensión real de lo venidero).
Signos, huellas del alma que se manifiestan de manera tan clara y precisa, y que al ver algunas de golpe -en un abrir y cerrar de ojos- hizo que la confusión se adueñara de la humanidad que nos encarna en este cuerpo.
Soy cuerpo. Soy alma. Alma con gran memoria –inconsciente- y que por estos días sigue los pasos inertes que no hacen más que re-afirmar  el camino de la constatación. Ese mismo alma que se vio alineada con otro ser como nunca antes: gustos, proyecciones de vida, expectativas, causalidades ‘in-cre-í-ble-men-te’ fuertes, concretas, mundanas y de las otras.
Y frente a tanta información con-junta, se necesitó saber que esto no se trataba de una construcción meramente mental. Sentir la necesidad de saberse cuerdo. Porque hoy en día, frente a un mundo por momentos anestesiado, a la pasión o la sutileza se las llama locura.
Pero no: a no dejarse engañar. Saberse sutil no es locura. Sólo sucede que a veces es 'tan' fuerte lo que sucede, las sincronicidades muestran tantos signos que sólo pretendemos que alguien responsable y bien intencionado nos saque de la duda de lo que pasa. Sólo eso: necesitar que un otro lejano y objetivo nos explique, aunque sea imposible de entender de manera racional, que lo que se nos presenta no es producto de nuestra mente-imaginación, sino que hay un correlato implícito-real-suprasensorial que nos lleva a conectarnos con seres que nos acompañaron en otras atemporalidades.
Constatado. Demasiado constatado. Todo coincide. Tantas cuestiones por compartir acerca de esto, para que el vértigo continúe su cause de bienestar y que los datos que se vayan revelando cada vez más sean sólo anecdotarios de lo que ya se vivenció juntos de alguna extraña manera. Cual notas de color eternas: puro fluir para ver-se aún más sabiéndose infinitos y complementarios. Acompasar lo des-conocido, asombrarse y movilizarse mientras se crece y se despierta cada vez más.
Emocionarse como aquella vez, aquella primera vez de esta vida, donde los cuerpos y el alma -las piernas, las manos- temblaban emocionados sin saber que hacer. La atracción era tan fuerte; no se sabía de donde venía. O sí. Más tarde, se le dió paso a la intuición genuina y a una apertura sin límites ni pre-conceptos. Así es como el camino se vió/ve claro: luminoso.
Ahora bien, la experiencia no se convierte en válida porque algunas herramientas logran dar cuenta de la unión sublime. El mecanismo es diametralmente inverso: se vio, se ve, se sintió resonando en mente y espíritu , nos vimos 'en el' otro. Los datos que nos aportaron y cayeron  y siguen llegando sin posibilidad alguna de conocimiento previo son sólo una prueba más acerca de que lo que es, ES.
Lo que se siente no se fabula. Gloriosamente experimentado-probado.
Facticidad y trans-dimensionalidad.
Nada más fáctico que la piel. Nada más trascendentalmente dimensional que lo espiritual.
Porque después de todo, el tiempo es sólo una construcción mental que aflora y se hace patente cuando se necesita ordenar lo que llamamos realidad; el ahora.
Se atan cabos, se repasa información, profundidades, lo que se deposita en el otro de manera sincrónica y pareja sin siquiera hablarse -o formulando palabra-, gustos similares y estilos de vida que van tan alineados, vibrando en sintonía. Se comparten proyecciones y deseos; se sabe e interpreta con el lenguaje de la mirada. 
Los ojos como portal hacia el alma: esa misma que nos recuerda haber estado juntos en otros tiempos-vidas: compartiendo lo mismo que une y que resulta muy difícil des-unir (aunque un error haya trazado cierta distancia temporal).
Entonces las sorpresas encajan como un rompecabezas.
Las semanas previas, el torbellino de emociones estaba dando señales claras de que algo quería acercarse; estaba cerca la transversalidad que esperaba ser canalizada; materializada. Por esos días, semanas antes de que este encuentro mágico se sucediera, reinaban la rareza y la confusión. [¿Pero como saber que lo que acontecía eran signos del éxtasis y el bienestar de lo por-venir?].
Y luego, pasó lo que un ingenuo impulso: aquellos recursos que se tenían 'a la mano' para des-decirse del malentendido (ese pedido de ayuda inconsciente, producto de tanta intensidad) fueron revoleados por la cabeza del otro aturdiéndolo más, confundiéndolo, y no aclarándolo; desestabilizando los momentos más felices posibles de ser vividos y acompasados. Posibles aún. Hoy y siempre. Como todo aquello que ES.
Se tenía/tiene tanta información interna que fue difícil para el otro asimilar semejante catarata de idas y venidas, de sentimientos encontrados y difíciles de ordenar en centésimas de segundos: se escupió un caos, y el otro se sintió agredido, imposibilitado de asimilar tanto cambio repentino.
Hay lineamientos y resonancias que no mienten, sólo las conocen quienes están en el juego; y no dejan lugar a dudas: huellas de abrazos, marcas de besos conocidos, cuerpos enlazados y encajados a medida. Mentes con deseos similares, pasados sincrónicos, varias cuestiones difíciles de comprender en nuestro denso plano de conciencia actual.
Difícil de negar lo que prevalece. Pieles en perfecta resonancia. Compañerismo y complicidad conscientemente elegida, alegremente atravesándose y queriendo expandirse de manera conjunta.
¿Cómo se oculta lo obvio?, ¿Qué artilugio utiliza la mente para no aterrarse frente a lo que desconoce? Simplemente se niega. Luego se despierta de la pesadilla que ella misma se produjo, y pide, por todos los medios y sin avergonzarse, que lo maravilloso no se disuelva.  Que todo continúe expandiéndose, sumando vetas, y que hasta los obstáculos y escalones que se presenten sean posibles momentos de crecimiento mutuo.
Aprender a no perder este tipo de oportunidades que sólo se dan contadas veces en esta y otras posibles vidas. Tener la certeza que lo que une seguirá uniendo, porque no depende sólo de voluntades, sino de pulsiones que se encuentran unidas desde antes, mucho antes. Y que un tropezón no es caída, y menos aún cuando el camino no ha sido todavía transitado, y desarrollado. Con lo cual, se puede tener certeza que semejante oportunidad no se pierde por un obstáculo equivocado y ficticio que aconteció  a causa de un miedo entendible al contexto en donde transcurren los hechos (infinitamente mas débil que todo lo que une y lo que se vislumbra como enriquecimiento continuo).
Somos espejo y subjetividad. Subjetividades re-encontradas, movilizadas por tanto en frecuencia, espontaneidad alineada de manera sorpresiva, piel de gallina. Impresiona, asusta, conmueve, fascina, supera, integra y trasciende.
Subjetividades somos, en resonancia, espejadas, de otros tiempos, y de este 'ahora'.
¿Cómo podría nombrarse la palabra amor sin que fuera visto como un impulso? Simplemente quien experimenta lo que sucede puede saber que eso que esta pasando es sublime, indescriptible. ¿Si se siente en el instante mismo el amor que se 'recuerda' vivido y posible?... Seguramente no, pero se tiene la certeza intuitiva de que eso es lo que sucede y sucederá: que hay más canales por los cuales podría entenderse, y que lo que se sintió en alguna atemporalidad, se hizo presente de modo tal que des-cubrió lo posible de vivenciarse y hasta donde poder llegar con el otro 'hoy'. Infinitud.
Amor como sentimiento desconocido y conocido a la vez; como protagonista de semejante torbellino. Y dispuesto a ser tomado y llevado hacia la incondicionalidad.
Intentar volver al punto cero/Uno: confianza y certeza, sin explicación alguna, las aguas se calman, se vuelve a lo que aún no se dio vía libre para que se explaye como en algún otro entonces: Hay (in)explicaciones de que el cauce sigue su curso; esperar encuentros para continuar de manera simple donde se lo dejó, como quien hace un stand-by, y  luego continua el flujo natural, donde lo que prima es la emoción de los cuerpos re-encontrándose, la interacción de las miradas, la creatividad en cada momento e instancia que se hace presente.
Tomar un poco de distancia para encauzar, volver a alinearse –si el miedo inocente y primordial desalineó-, que se vuelva a prestar atención, volverse aún más sutil compartiendo, escuchar los silencios, saber que al volver/regresar no se pretenderá explicación alguna, ni disculpas, ni nada más que seguir potenciándose, re-conociéndose. Todo se entenderá sencillamente al vibrar de nuevo.
Saber y hacer saber que se está aquí, en cuerpo y alma-espíritu, para continuar con los abrazos y más. Fue demasiado, todo tan movilizador que ni valdría la dicha perder más tiempo sin seguir disfrutándose. No tiene sentido perderse en enrosques, creer que desde aquí -desde este lugar- [se] (a)guarda (con) machaques o tristezas. De ningún modo. Sólo la plenitud se hace presente en los encuentros.
Lo mejor que puede pasar es hablar-se mutuamente a corazón abierto, dialogar de aquello que se des-cubrió y paralizó de tanta emoción, temblor de piernas, cuerpos y seres que se buscan sin saber desde donde nace o en donde reside la necesidad real de encontrarse y acompasar con el otro. Seguir tejiendo lazos, algunos explicables, otros quizás (in)entendibles, pero continuar en el camino de construir puentes-canal entre cuerpos-almas que se conocen y re-conocen.
Ciertas veces, las palabras son claras y reflejan. Otras confunden y no logran transmitir lo que se deseaba. Uno puede errar, ¿porqué no? ¿Quién esta fuera de eso? Aún así, saber que se puede encontrar en el otro alguien con el abrazo expandido, preparado para recibir y contener, y recibir lo mismo que se brinda. El que se comienza a despertar se flexibiliza, da espacio para el crecimiento.
En sincronía todo es bienestar, hasta las distancias físicas. Estar seguros que esta lejanía atemporal es sólo un recurso para tomar impulso y evaluar las mariposas en la panza que nos produjimos por no dejar de pensarnos mutuamente.
¿Acaso se intenta desvalorizar un error; justificarse sin más? De ningún modo. Se comprende que algunas actualizaciones o revelaciones que suceden son muy fugaces cuando nos ocurren a nosotros, y perdemos el faro, creyendo que el otro sabe de lo que hablamos: creer que el otro entenderá que sólo se necesitaba contención frente a tanto impacto para seguir en la senda del éxtasis que se hizo presencia. Fue el modo más equivocado de pedir ayuda, acompañamiento en aquello que se hizo patente.
No se trató de una confusión negativa; de esas que entristecen: sino más bien de una confusión con vibraciones positivas, posterior al vértigo que provocó la certeza de lo inconmensurable, lo tan sorprendente, que de tan conocido despistó, des-ubicó. Y saber, con el mismo calibre, que no volverá a suceder. Que no se duda más, que fue sólo el impacto inicial de la belleza que provocaron tantas resonancias.
Confianza en las aguas claras que sólo llegan cuando todo decanta. Cuando se hace un esfuerzo por ver la película entera, sin pre-juicios, miedo al ridículo. Porque sólo vale la dicha de la pasión, y sus resultados de bienestar posteriores.
Cuando el proceso de asimilación decante, cuando se sabe que la experiencia es más grande que los errores, cuando se ve que lo que se esta por ganar es la conciencia de transitar la atemporalidad con un otro espejado; caen las máscaras del enojo, los pruritos, los temores.
Al asumir la importancia de lo que se va des-cubriendo, se elige 'lidiar' con semejante experiencia expansiva: permanecer y seguir despertándose juntos es el gran desafío que sólo esta coloreado de positividades. Porque el juego se torna más fácil, se vislumbran los matices de lo que viene, y se lidia con lo bello del encuentro con un otro con quien se puede construir multidireccional, proyectar, y salir a flote en cada instancia, fortalecidos, enriqueciéndose mutuamente, sabiendo que el mayor impacto fue sorteado, y formó parte de una reacción espejada, frente a lo que se presumía inexplicable.
Y el cimbronazo se vuelve medio; ahora los cuerpos están –una vez más- a mano: igual que antes sincronizados, espejados, resueltos y ya liberados del primer impacto que les mostró piel conocida, piel-alma alineadas. Se agradece -después de todo- que haya sucedido. Reconfirma lo que se suponía de antemano, lo que se asoma y no se oculta. Lo que es. Gratitud frente a tanto.
La vibración y resonancia con otro nos permite mostrarnos sensibles, a corazón abierto, elegimos abrir nuestros brazos hacia quien se sintió por un momento avasallado; se lo espera aquí, en quietud, para expandir-lo en bienestar y goce de cuerpos-mente-espíritu. Se pre-conoce de manera intuitiva y perceptiva que el deseo que trasciende -y que la confusión a veces oculta y confunde- es mutuo. De eso se trata, de saber que el destino pone escalones hasta llegar a una plenitud con cierta estabilidad y posible de ser mantenida por seres nobles, sinceros y con capacidad de riesgo y entrega.
Sólo resta volver a unirse para seguir transitando el éxtasis de lo que siempre unió y sigue uniendo. Seguir de-velando lo (in)descifrable, para disfrutar, dejarse sorprender sin miedo y re-comenzar a complementarse -una vez más- en un abrazo desnudo.
"Son demasiadas causalidades y aprendí a no pasarlas por alto." (sic).
(Dedicado a Ud., que confirma con su aparición que lo inconmensurable existe).

"...Si me das a elegir,
me quedo contigo..."